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22 de octubre de 2022

Dos relatos de Ariel Van de Linde

 

Veinte años después

 

 

 

 

A principios de julio del año 2010, busqué fraguarme de lo que alguna vez había sido casi perfecto. La historia tal tendría mucho de hastío. No tengo idea del tiempo que pasó, no tengo idea del tiempo que viví en Holanda. Mi fracaso en el país bajo hizo que yo durmiera en la rueda del primer avión con destino a Argentina retornando a la urbe que me dio el origen, la dinastía y el ocio de ser el que soy. Dejé la vana proeza al azar y continué mi linaje porque en esta Ciudad Oculta no soy un fugitivo; sí, un hombre sin suerte. Lo que voy a contar no va a refutar furtivamente la dicción por mis tribulaciones. Los hechos ulteriores fueron quizá un remordimiento del pasado. He de beber mi destino hasta las heces.

Serían las diez de la noche. Estaba leyendo un libro de poesías y prosas de Arciem Horsek, Pasos Abstractos, en la Biblioteca Municipal. Me llamó la atención el argumento fantástico de su proemio. Databa sobre el hallazgo de un manuscrito donde los poemas y las prosas eran de varios autores, escritos por un solo autor y copilado por un Sócrates sin recursos quien terminó de escribirlo antes de beber la copa. La bibliotecaria —que era una mujer de unos ochenta y tantos años— debía cerrar la sala. Al notar mi aspecto de vago me echó de la biblioteca increpándome con su acento rudimentariamente italiano, pero yo determiné “tomar prestado ese libro” antes de que esta anciana llegara a darse cuenta, total, ¿quién creería que un vagabundo fuera un apasionado por la lectura?    

La noche estaba en soledad, en su silencio sólo se oía el sigiloso caminar de los perros callejeros hurgando basura. Crucé la plaza de La Memoria y me interceptaron dos adolescentes. Sus miradas carecían estridentemente de felicidad. Uno me apuntó con una pistola de corto calibre, el otro me dio una trompada. El golpe fue leve. Luego, con un escaso lenguaje por su falta de educación y gritando, me exigió que le diera dinero (el dinero siempre lo ocultaba bajo las plantillas de mis zapatos). Le dije que no tenía, le dije que soy un simple vago. El joven se acercó hasta mí y revisó todo mi atuendo, apoderándose de un celular y del ejemplar de Horsek. Sacó un encendedor y amenazó con quemar el libro si no le daba lo que él quería; acto seguido, lo quemó. En ese momento emergió de mí, una frustración que era más un miedo fingido que un desasosiego. Involuntariamente moví mi cuerpo en una especie de amague y su compañero presionó el gatillo del arma. El disparo no se ejecutó, por ende, la pistola estaba descargada. Me abalancé sobre ambos y los golpeé a mansedumbre, hasta que lograron huir. Aunque recuperé el celular, no logré salvar una sola hoja del libro de Arciem Horsek; el viento corrompió y disipó las cenizas engendradas por el fuego que perduró sin tiempo. ¡Qué ironía!, este hecho ocurrió a unos pasos de la comisaría primera de La Ciudad Oculta del Norte.   

Proseguí recto. Me senté dentro de un bar de mala muerte de la calle Sarmiento y Spadaccini (yo lo frecuentaba mucho en mi perpleja juventud). La música en el recinto era penosa. En el aire, la brizna que dejaba el cigarrillo y el olor a cerveza rancia. A decir verdad, era el lugar que estaba buscando para escapar un largo rato de la realidad, fue mejor aceptar este eructo que aceptar un montón de holandeses persiguiéndome por no pagar cien mugrosos dólares perdidos en un juego de casino, o de dos muchachitos, neófitos de ladrones. En una mesa estaban jugando al truco. Me invitaron a integrar una partida, pero yo nunca entendí ese juego así que tuve que rechazar la invitación. 

Uno de ellos, después a una absurda onomatopeya, les dijo a sus amigos:

—Muchachos, el truco es un juego de machos, no de maricas.

Todos se rieron por lo que expresó este idiota. Yo gesticulé y les di la espalda. 

Pronto, otro de ellos, me dijo:

—Che, marica, vení. Te vamos a enseñar a usar el ancho de basto.

Todos volvieron a reír. A uno se le tumbó el vaso con cerveza. 

Di media vuelta y su provocación me llevó a replicarle:

—Preguntale a tu mujer si soy marica. 

—¿Qué dijiste? —berreó el hombre con una tardía cara fruncida.

—Que mientras vos jugás al truco, yo me cojo a tu mujer. ¿Quién es el marica ahora? 

Sacó un cuchillo y me invitó a pelear fuera del bar. Cuando se acercó hasta mí, se oyó un grito enunciando: “¡Basta!”, y un disparo al techo de un alto calibre nos dejó sordos por un momento. Había sido Gabriel Elías, el nuevo cantinero. Cada cual volvió a sus lugares. 

—Tranqui…, tranquilo, macho —me dijo Gabriel—. Estas cosas suelen pasar con frecuencia en bares mugrosos como éste.               

Le pedí un trago de tequila y limón y sal, y entonces entró ella: una joven de pelo oscuro y de ojos almendrados, tristes. Al acercarse hasta la barra, los estúpidos borrachos halagaron su belleza salivando con todo el diccionario de la vulgaridad, pero tampoco se sintió amedrentada. Se sentó a mi lado, ordenó una cerveza y al oír su voz pacífica la piel se me había erizado. Me miró con quietud poderosa y comenzamos una charla que duraría toda la eternidad. Su nombre era Lucía. Juntos, suplimos la noche con milanesas a caballo, ensalada rusa y más cerveza. 

Al cabo de un bocado del último trozo de milanesa, le pregunté:

—Y, ¿cuántos años tenés? No me digas que eso no se le pregunta a una dama y esas pedanterías femeninas…

—Tengo veinte años —respondió ásperamente.

—Sos una niña para estar acá, Lucía.

—Qué me importa. Vos no me dijiste tu nombre ni tu edad. Aparentás ser un antisocial —me dijo, inerte, mirándome a los ojos. 

No quise darme a conocer con profundidad, pero habían pasado dos horas desde su aparición y su desafiante consulta no iba a intimidar mi ego, era una mocosa, a lo que le dije:

—Mi nombre es Tahiel, tengo cuarenta y cinco de antigüedad. Soy empresario desde hace unos días. Me dedico a juntar cartones y latas que hurto de los basureros en pos…, de cuidar la ecología.

—Creí que son años los que tenés, Tahiel —dijo, omitiendo mi ironía y agregó—. Sos obvio y predecible, aunque ya encontré quién me cuide esta noche.

—¿Cuidar de vos? ¿Me viste cara de niñero?

—Sí, deberías considerarlo.

La miré con tolerable desdén, su indulgencia y su confianza hacían patética mi hombría. 

Ella, me dijo:

—Escuchame, Tahiel. No soy una pendeja puta que vino a buscar una aventura con un viejo que no tiene un mango. Puedo asegurarte que hay pibes de muchísima guita capaces de gastarse la vida para mí; yo, pasé por acá, vos empezaste a hablarme y esto sólo se dio.   

—¿Viejo?, yo no estoy viejo, chiquita —corregí, con graciosa descortesía—. Sólo cumplí dos veces veintidós años y medio. 

No podía creer con la madurez casi imprudente que Lucía hablaba. No sé, algo dentro de mí dijo que debía llevarla conmigo y estar con ella. Y entonces salimos del bar, caminamos por las ofuscadas calles de la ciudad; sus luces podían compararse con el color de las sombras. Me tomó de la mano y estuvo todo el camino seduciendo mis ojos. La invité a mi departamento (que era tugurio de pulgas) y aceptó sin temor, segura de sí misma. Pensé en un momento si fue el efecto del alcohol que consumió, pero sólo bebió un par de cervezas. Entramos a mi departamento.

—¡Acogedor! —me dijo, sonriendo.

—Sí, las ratas son mis domésticas —le contesté irónicamente y comenzó a reír. 

Serví café bien cargado y fuerte. Ella tomó dos de mis libros de poesías: William Blake y Charles Bukowski. Leyó un poema de Charles (Abraza la oscuridad, el poema que más me gustaba) con tanta devoción, viviendo el hastío y la vulgaridad de sus versos con una profundidad que excitaría a todo poeta, dejándome asombrado. Me vi reflejado como si enfrente tuviera un espejo de luna, como si Lucía y yo estuviéramos conectados en un mismísimo universo.    

Al terminar tiró el libro a cualquier parte. Se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme a la manera de una mujer experimentada, y yo no me había echado atrás. La llevé a mi cama y mientras hacíamos el amor sentí que la juventud del pasado reencarnó en mí, que pude volver a aquellos momentos, aunque mis cuarenta y cinco años eran lacerados comparado a los veinte años de esta mujer. ¿El sueño del hombre que se acostó con una chica, o el sueño de la chica que se acostó con un hombre veinticinco años mayor que ella? Como sea: El hombre es una presa hacedera ante el prodigio de una mujer.

Desperté a las diez de la mañana y Lucía no estaba en mi cama, tampoco en el departamento, se fue sin dejar rastros, sin dejar número de celular, sin dejar nombre de alguna red social de Internet, nada... Salí desesperado del edificio y recorrí todos los rincones de La Ciudad Oculta del Norte. Por la tarde fui a buscarla al bar donde la conocí. Gabriel ya no trabajaba como cantinero.

—Gabriel se fue, amigo, sin decir adiós —me informó quien lo había suplantado.

—¿No entró una chica extraña acá?

—Sólo borrachos, amigo. Una chica le daría vida a esta pocilga insufrible —fue la respuesta.

Todo se tornó extraño. Me sentí un escarnio burlado por mi propia ingenuidad madura, un idiota enamorado que buscaba a la princesa de una novela de amor en la fibrilación del día y no hallé, siquiera, un indicio de su nombre. Me senté en una hamaca de la plaza del ferrocarril, me hilvané en nostalgia. Trivialidades de pirañas comiéndome internamente cavilaron mis sesos diciéndome que esa noche con aquella chica se había borrado todo vestigio de mi vida. “¡Soy un demente!”, murmuré. Volví a mi departamento y el manto no pintó más las sombras.

Habrá pasado una semana. Yo arriesgué mis últimos cien pesos jugando a la quiniela matutina; por primera vez, el azar había sido generoso conmigo. Gané veinte mil pesos y los aproveché para darme, por la noche, una merecida cena con el mejor vino del país. Declinaba la tarde e hice varias compras hasta llegar al edificio en el que yo albergaba. De pronto percibí que algo no andaba bien. Sorpresivamente, por la espalda, dos hombres me tiraron al piso gritándome que me quedara quieto y que eran policías. Sentí (aunque no lo sentí) el silbido de las sirenas de los patrulleros quebrando el silencio, el moho apenas yacía de los poros del pavimento como los improvisados efectos especiales de Jean–Luc Godard. Pedí con vesania una inmediata explicación. 

—¡Suéltenme, hijos de puta! —les grité, mientras me esposaban.

Un oficial me mostró su placa y dijo que me arrestaban por abuso sexual. Era imposible, no había hecho nada y en ese momento me acordé de ella. La vigilia había sido destructiva con mi destino. Desde adentro del móvil policial miré por la ventanilla y entre los múltiples uniformados estaba Lucía mirándome impávida y con rostro de satisfacción; satisfacción de haber logrado algo, de haber logrado... ¿Qué? ¡Yo no entendía nada! Al lado de ella estaba Gabriel Elías vestido de traje. 

Ella le pidió a Gabriel que bajara la ventanilla del móvil. Cuando Lucía se acercó hasta la altura de mi cara, le pregunté qué pasaba, que no había hecho nada. Entonces, me dio un beso en la mejilla derecha y me dijo: A pesar del daño que le has hecho a mi madre en el pasado; veinte años después, aún sigo siendo tu hija.

Esta joven buscaba a su padre que había desaparecido cuando su madre quedó embarazada. Al nacer Lucía, la madre murió. Su padre era un pescador de mujeres, catatónico, las seducía y las enamoraba logrando, posteriormente, llevarlas a su lecho de falso amor y abandonándolas cuando conseguía de ellas lo que él deseaba. Sexo glorioso, saciando siempre la sed de su proliferado miembro.

—No me estoy vengando, padre mío —musitó en mi oreja. Su aliento a cuervo vengativo me amilanó y continuó, diciéndome—. Nada más quería conocerte. Ya no hay dudas: soy tu sangre.  

La miré, y ella me miró con una breve sonrisa y melancólica complacencia.

Lucía había contratado a Gabriel, que era un maldito detective, para buscar mi paradero. Como también contrató a los hombres que estuvieron en el bar la noche que la conocí. Jamás supe cómo hizo este detective para saber que yo era el padre de esa chica, jamás supe que tenía una hija. Entré en un estado de demencia después de haber vivido lo que Lucía hizo para vengarse de mí. Avizoró mis estrategias para enamorarme, un anatema de mi pasado que había olvidado. Logró conquistarme al punto de haberme acostado con ella. También fui el primer hombre en llevarla a la cama y nunca más volví a saber nada de su existencia.

Ahora estoy preso en una cárcel por un delito que no cometí, como un castigo de mi propio ego, rodeado de condenados con sus ojos llenos de amor por cualquier cuerpo nuevo que entre en esta jaula miserable. Un tiempo después se supo de mi fuga de Holanda por el delito de extorsión multiplicando la condena de mi violación inexistente, o bien eligieron un delito multiplicándolo por varios. En vano les rogué misericordia en la cárcel de La Ciudad Oculta del Norte. Los abogados que me había otorgado la ley declinaron, borrando mi identidad de la esfera. Yo, fatigué la humedad de esta cárcel matando a los internos en una noche. Debajo de la cama se hallaba un libro de Arciem Horsek que olvidó un exconvicto, y comencé mi eternidad leyéndolo plácidamente. Ahora soy, y seré, el ausente.





Un jardín, ella y el extraño

 

 

Cualquier destino, por largo y complicado que sea,

consta en realidad de un solo momento:

el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.

 

Jorge Luis Borges (1899–1986)

 

Sucedió una tarde, en el mes de abril del año 2013. El alba era vigorosa en ese viejo medio–otoño. Las diminutas piedras del Jardín Japonés brillaban unánimes como un rudimental espejo mostrando sin temor la cara del sol. El agua oscura del lago me recordó las noches turbias de La Odisea. No comprendí bien cómo Rafael llegó hasta allí. Me bastó dibujarlo en lugar de escribirlo (tiempo después lo escribí). Sé que muchas veces solía sentarse en el mismo banco custodiado por un Pino Resinero. El hombre es, así lo digo, de mediana estatura, ojos marrones, de tez caucásica y barba abatida (cualquier ignorante diría que es un vago decente). Fui en aquel entonces, el guardia de ese Jardín Japonés, un parque público donde la entrada tenía un costo. El encuentro fue como si lo hubiera soñado, pero me limité a pensar en que haya sido un sueño, no hubo vigilia de por medio y mis ojos tenían la esfericidad de la luna al presenciar aquel momento.
        Rafael clavó de golpe la vista en aquel banco. Había una mujer sentada: piernas cruzadas, pelo lacio y negro al igual que sus ojos. No sólo era una sorpresa, sino que también, la mujer llamaba la atención. Tenía una hermosura sobrehumana a la que ningún hombre podría resistirse. Su áurea era vasta y silenciosa. 
           Rafael, alucinado, llegó hasta el banco tímidamente, y le dijo:
          ⸺Perdón… ¿Puedo sentarme? ⸺Ella le respondió que sí, pero que le parecía raro, había bancos desocupados en todo el jardín y sólo ellos moraban en él. 
          Rafael, luego de agradecerle, argumentó:
        ⸺Lo sé, casualmente en este banco me siento todos los días a esta misma hora. Desde aquí puedo apreciar los últimos instantes del sol. Si la estación del año cambia, el sol baja en aquella dirección: mirá ⸺Le señaló a la mujer el punto cardinal del oeste y el extraño continuó⸺. Y es ahí, cuando dejo de venir.  
       ⸺Qué rutina tan divagante. Pero, claro, los árboles te tapan la visual del horizonte ⸺dijo la mujer.
      Rafael asintió y explicó que él veía del sol, la forma de morir y volver a nacer. Le preguntó su nombre. Ella le dijo, Ana del Mar.
         ⸺Ana…, mi nombre es Rafael. 
Hubo un corto silencio. Observó que ella estaba con una carpeta llena de papeles y no difirió en decirle:

⸺Y a vos, qué te hace venir a este lugar.
     ⸺Yo también vengo siempre acá, en este mismo banco ⸺fue la respuesta. Ana, en un corto respiro, recibió con los ojos cerrados los intrusos rayos del sol, que se extinguieron en su rostro. Ese suceso había sido como una orden divina⸺. Me gustan los peces, el aire es sublime y el lago es un espejo que muestra mi realidad ⸺prosiguió después, mirándolo con una sonrisa y él también sonrió.
          Rafael comenzó a prestarle más atención, ya no le interesaba el banco, ni la caída del sol. Notó algo diferente en la mujer.
          ⸺¿Qué estás estudiando? ⸺le preguntó, con curiosidad, frunciendo el entrecejo.
      ⸺Estoy trabajando en un curioso caso de violencia de género. Soy abogada. 
           ⸺¿Abogada? 
      ⸺Sí. El estudio donde trabajo me estaba asfixiando y necesitaba relajarme, qué mejor lugar que éste. Aparte… ⸺Ella se quedó pensativa. Luego, continuó⸺, me trae recuerdos, recuerdos que pueden parecerse de olvidos.
          ⸺Entiendo ⸺dijo Rafael, confuso. 
          ⸺Y vos, ¿a qué te dedicas? ⸺le preguntó. 
        Su respuesta fue que una vez tuvo un trabajo, el desempleo no lo amilanaba, el país no atravesaba un buen momento y que el argentino de hoy (más allá de sus quejas efímeras) era conformista: no se iba a morir si no tenía trabajo y que él era una persona ausente para la plebe. Ana asintió dándole la razón, de la misma manera que se le da la razón a un loco. Le dijo que ser un loco no es algo trágico. Podría decirse que un loco tiene una visión heterogénea de la realidad, podría ser un exiliado de los sueños o de la muerte, que deliberadamente son lo mismo.   
      Ambos entraron en confianza. Hablaron de Marcos Tulio Cicerón, un abogado del año 106 a. C., filósofo, escritor y orador romano, considerado uno de los grandes retóricos y estilista de la prosa en latín. También de Alfredo Lorenzo Palacio, un abogado argentino del siglo XIX que esbozó una tesis denominada La Miseria y un ser que defendía gratuitamente a los pobres. Ella, luego, le contó sobre los derechos de la mujer y que estuvo trabajando en un caso, donde un hombre fue golpeado por su esposa, recibiendo múltiples golpes bajos y hasta en la nariz por el impacto de un vaso. Le preocupaba que el concepto de la violencia de género sólo responda a la mujer. Opinó, que feminista es la mujer que pelea por la igualdad de género y de los derechos y obligaciones, no para apropiarse de ellos. 
          Ese juicio falló a favor de la acusada quien tenía un amorío con el juez de turno. Cuando Rafael comenzó a contarle sobre la doctrina de Crisipo por el filósofo Antípatro de Tarso, resbalaba de entre la carpeta de Ana, un libro, que no tardó en caer al suelo. Llevaba de título Excélsior. En el dibujo de la portada había dos niños tomados de la mano que eran como atribuidos por un sueño. Como todo caballero levantó el volumen y se lo entregó.
         ⸺¿De qué origen es el apellido del autor? ⸺preguntó Rafael, arduo de curiosidad.
          ⸺¿Van der Adjoin? ⸺dijo Ana.
          ⸺Sí, es el único apellido que veo en la portada.
      ⸺Tenés razón ⸺dijo Ana, después de una virulenta risa⸺. Su apellido es holandés, fue poeta de esta ciudad.
         ⸺¿Fue? ⸺interrogó Rafael. 
         La mujer asintió débilmente.
        ⸺Lo asesinaron hace un año, él era mi amante. Hubo un escritor que dijo que el tiempo era un río que lo arrebataba. A mí muchas veces me arrebata el pasado.   
      Su voz cambió radicalmente, empezó a temblar al borde de la angustia y confesando algo que nunca pudo contar, contó una historia desde sus entrañas, o desde su alma. ¿Cómo entenderían esto los poetas? 
         Ella prosiguió:
       ⸺Tuve un novio que me golpeaba, un celoso enfermo. Las tantas veces que quise terminar la relación, no pude, era un hombre con poder. Manejaba los jueces, los estudios jurídicos, la policía, al intendente. Busqué ayuda por todos lados y nadie me la dio. Ejercer mi vocación de abogada no me sirvió para defenderme. Las denuncias contra él fueron todas archivadas en largos estantes.
         ⸺Burocracia y corrupción ⸺dijo Rafael.  
         ⸺Una basura corrupta, sí ⸺exclamó enojada.
         ⸺Es verdad. Seguí contándome tu historia.  
       Rafael estaba asombrado por tanta valentía en Ana. Contar a un desconocido una historia personal, sin el recelo de que tal vez recorriera todo el jardín y llegara a oídos imprevistos, pudiera cambiar su destino. Nahuel Van der Adjoin fue un poeta sin fama, pero con algún que otro reconocimiento, tampoco se dejaba difundir. El asesino de Nahuel se llamaba Alejandro Lors.
     Una tarde, no menos propicia que otras tardes, Alejandro llegó repentinamente a su casa. Al entrar en silencio, vio que Ana y Nahuel se abrazaban ardorosos en la cocina. Lors se abalanzó sobre ambos, tomó del cuello a Ana y comenzó a golpearla. Nahuel le dio un golpe certero en una costilla quitándole el aire y se trenzó en una pelea por defenderla. Lors sacó de su cintura una pistola de alto calibre y disparó: la bala impactó el abdomen del poeta. Dio dos pasos hacia atrás cayendo lento y poderoso al suelo. Un par de balbuceos metió algún miedo hasta la declinación de sus ojos. Lo que no esperaba su verdugo fue recibir, antes de disparar, una puñalada profunda en su estómago. 
         Ana quedó detenida en la comisaría hasta probar que no era culpable de esas muertes. Finalmente era excarcelable. La madre de Alejandro Lors se solidarizó y le dijo que lo mejor que pudo pasarle a su hijo era la muerte. En el sepelio sólo estuvo presente su abogado y un cura que solía ser adornado con dinero narcotraficante. Rafael pensaba que quizás ella no era la culpable de sus muertes (o quizás sí), pero que sí habían sido culpables su belleza, su amor, y su destino, que eligieron a un solo hombre.     
          ⸺Cuando conocí a Nahuel ⸺continuó Ana⸺, vi algo diferente. No sé si era porque estaba acostumbrada al maltrato de una peste como mi novio, pero me hizo ver la otra cara de las cosas. Me sentía una mujer segura con él, sentía paz. No sé si me amaba porque nunca me lo dijo, no sé si lo que yo sentía era amor, pero a escondidas de todo y de todos, hemos vivido una juventud. Parecíamos dos locos fugitivos escapando de la Interpol sólo para estar juntos algunas horas en un departamento de cartón o en este jardín, dándole de comer a los peces, jugando a ser Cortázar buscando a la Maga, Jim Morrison y Pamela Courson volando en ácido. No nos importaba el tiempo, no teníamos noción de la realidad, no teníamos… ⸺Ana levantó la mirada hacia el cielo y prosiguió⸺, y estábamos acá, sentados y besándonos en este banco y contemplábamos el sol. Al igual que vos ⸺señaló a Rafael⸺ que venís a ver su caída.        Entonces solamente éramos el jardín, él, y yo. Esa tarde Nahuel se equivocó de lugar para verme.
          Un ocaso emergió en el sitio, pero el sol no se había corrido de su lugar, nunca cayó, como si el encuentro entre Ana y el extraño no debiera terminar; el tiempo estaba allí, disminuyendo su recorrido. Rafael sintió nostalgia por ella, sintió que su amor por aquel hombre no era una falacia del recuerdo ni una astucia del olvido, una infrecuente frecuencia que no se animaba a decir. Le preguntó quiénes eran los dos niños que aparecían en el libro. Ana no lo sabía, pero reveló algo más.
         ⸺Sabés. Nahuel antes de morir en medio de su agonía, me dedicó un poema, el último de todos sus poemas. Quedó impreso en el libro de mi pecho, como decía él: “Todo mi amor tenelo guardado dentro de tu pecho, que es el libro de los recuerdos”. Ahora que lo pienso, creo que me quiso decir que me amaba.
           ⸺Muy sentimental, pero ¿qué hay del recuerdo de la memoria?
           ⸺Él diría que es el caos del universo.  
          ⸺¿Puedo conocer ese poema? ⸺preguntó Rafael, con la virtud de un filósofo⸺. No lo divulgaré, te lo prometo, sé que es algo especial para vos. Podés hacer de cuenta que se lo recitaste a un muerto, aunque, ¿quién me escucharía?
      Ana estaba apenada, hablar con un extraño en muchos casos le era deleznable, pero en este caso para ella era un alivio compartido. Los dos estaban conectados y unidos al punto de que era anormal lo normal de este par de almas elementales interpolándose como una novela escrita con remedos e incorregibles ripios, pero que el final de esta novela no se desdeñaría y dando paso a lo siguiente. 
            Ella le dijo, después de una leve risa:
         ⸺Es una locura, pero te lo voy a decir. Espero que no te burles de mi manera de declamarlo. Soy abogada, no una poeta.
           ⸺Los poetas son trogloditas, no dioses ⸺reprobó el extraño.
          ⸺Está bien ⸺dijo ella, y con la mirada semibaja, declamó el inédito poema de Nahuel. 

 

“No temas a los pasillos de mis ojos,
no me estoy muriendo.
Estoy renaciendo para volver a verte
cuando cruce los espejos. El…”

 

Rafael la interrumpió con brusquedad. Ana levantó la vista y boquiabierta, lo oyó decir: 

 

“…El cristal es frágil y podré abrazarte
nuevamente, el barro me hará hombre
y tus besos serán eternos como la luna
y el tiempo. Bésame, soy tu reflejo”.

 

  Las emociones de Ana rápidamente colapsaron en tartamudeos al acabar de oírlo. Sus palabras perdieron articulación. Rafael quedó pétreo cavilando el suceso y con melancolía en su mirada.
        ⸺¿En dónde lo escuchaste? ¡Quién sos! ⸺exclamó, levantándose alterada del banco. Lo mismo hizo Rafael, pero con lentitud vigorosa. 
La miró a los ojos y con otra voz, una voz llana y que ella había conocido, le dijo:
         ⸺No escuché nunca ese poema. El amor del pasado es lo que queda grabado en la mente de todos y con él también su aspecto. Pero cuando ese mismo amor se manifiesta de otra manera y en un mismo jardín, se hace incomprensible y algo aterrador; yo, no me olvidé del día que te lo dediqué.
             ⸺Nahuel, sos…, sos vos. Pero estás…
Los ojos de la mujer se cristalizaron. Al borde de quebrar, vio otra realidad en la cara barbada de Rafael y en su mirada.
         ⸺Sí, la gente no puede vernos. El jardín es nuevo, ahora es nuestro jardín. Nuestros serán los días y las noches y perdurables nuestros momentos.
             ⸺Entonces, ¿todo esto fue un sueño? ⸺le preguntó. 
             Nahuel asintió sin decir una sola palabra.
        Mientras las lágrimas de Ana del Mar viajaban por sus mejillas, un intervalo le permitió recordar el trágico suceso entre Nahuel y Alejandro. Un silencio bastó para que ella y el extraño se hayan disuelto en un abrazo. El sol se mostraba de ocaso, cuya máscara era la aurora boreal.
        ⸺Perdoname, Ana, no pude detener el cuchillo ⸺le susurró Nahuel al oído.
          ⸺Lo sé, Náh… ⸺le dijo ella⸺. Pero el cuchillo nos ha unido.  
       Tiempo después medité el hecho. Recordé que al escribirlo alguien me lo había contado cuando comencé a trabajar como guardia del cementerio de esta ciudad. Ana estaba soñando y Rafael seguía siendo un extraño en la muerte. El jardín nunca fue el Jardín Japonés, siempre había sido el templo de los epitafios, los hipogeos, los mármoles, de hombres que se parecen a los muertos y que los entierran con cera. Ahora entiendo por qué el lago era turbio. Nunca hubo un lago. El soñador había sido yo, indudablemente sin serlo, y siempre era el mismo hecho en la misma vigilia y en el mismo sitio. Yo fui aquel juez que falló en contra de Ana del Mar en el juicio sobre violencia de género, yo fui el amante de aquella acusada. Creo que por eso había perdido mi fortuna y me rebajé a la indecencia. Creo que por eso me habré llamado Alejandro Lors.






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Un pensamiento

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